Sorolla pinta ‘El balandrito’ en 1909. Un niño desnudo juega con un barco de papel en la orilla del mar. El análisis de esta situación, que fácilmente se describe en una frase, puede ser infinito. Nosotros vamos a explicar una de sus posibilidades limitadas. El niño está desnudo: la desnudez es un rasgo de sinceridad. No se esconde. No parece esconder tampoco sus intenciones. Está jugando. Juega como juegan los leones en sus peleas. Nada es cruel desde esa ingenuidad del juego. Pero tal vez no me equivoque al decir que la ingenuidad es madre de la crueldad. El niño juega con un barco y, seguramente, como nosotros hacíamos de pequeños, está narrando una historia. Las niñas, dicen, solían narrar historias de amor; los niños, historias de guerra. Yo recuerdo narrar de los dos tipos. Imaginemos que ese niño narra las historias de guerra y amor que suceden en ese invento humano que es el barco, que se usa para transportar cualquier cosa, pero originalmente para transportar personas, es decir, para viajar. El niño lo sabe y en su historia lo refleja. Sea amor, guerra o viaje, a lo que apuntamos es a que el niño está creando un discurso con los elementos que le han sido heredados, con lo que ha ido escuchando. Supondremos, sin mucho temor a equivocarnos, que este niño no ha viajado, no ha amado, no ha ido a la guerra en su vida. Si bien es cierto que todo esto lo entiende, pues ha sentido amor, se ha peleado y se ha movido por los pueblos de su alrededor. Pero nunca como en los discursos que ha escuchado: los discursos siempre van más allá. En ellos hemos identificado muchas veces nuestros ideales, hasta el punto de buscar la coincidencia de nuestra vida con estos, de considerar que esta no es perfecta porque no encaja con la idea que nos hemos hecho de lo que debe ser.
¿Seguimos en el cuadro, o nos hemos ido, como llevados por las olas mar adentro? Volvamos a la orilla: el niño narra una historia. Es su forma de jugar. Es una forma de jugar algo extraña en el reino animal: no he visto ningún gato narrar historias. El gato juega con las zarpas, con la boca. ¿Acaso el niño juega con sus manos? No lo creo. Cassirer dice que las personas somos animales simbólicos. Creo que podemos llegar a entender a que se refiere con lo que estamos viendo ahora mismo: el niño está creando una ficción. El juego se trata de eso, de crear una ficción y, sobre todo, de creerla. Aunque no va a llorar si el capitán de su barco muere. Es más probable que lloremos nosotros si muere alguien con quien empatizamos en una película, y sin embargo, por un lado, se trata de lo mismo: creernos una ficción. Como espectadores, podemos llegar hasta el punto de sufrirla como si fuera real, hasta el punto de sentirnos impotentes por no poder hacer nada para cambiar la historia, la historia que ha ocurrido y no ha ocurrido. Las ficciones tienen ese punto paradójico. No ocurren, pero hay una huella de ellas, pues son contadas. Por otra parte, resulta que los hechos no dicen demasiado por sí mismos. Pensemos en la frase: ‘murió su padre, pero era como si hubiera muerto el mío’. Lo que importa en esta frase es el contenido simbólico del hecho, el contenido narrativo, ficcional, que sirve para explicar el suceso, para entender lo que significa. ¿Qué es la muerte sin la experiencia de la muerte? Un hecho sin más importancia que la caída de una palomita al suelo. Nuestros juegos tienen que ver con nuestra existencia simbólica. Ver películas es creérselas, sentirlas como si fueran reales; jugar es no cuestionarse las reglas contingentes, hacer como si fueran irrompibles.
Sin embargo, creo distinguir dos niveles de lo simbólico que parecen estar en este cuadro. El primero es el último que he explicado, es el de tener la voluntad instintiva de creerse las ficciones. El segundo es más profundo, más peligroso. Se trata de los símbolos que no se respetan a través de una actitud de juego, sino a través de una actitud ética. Fijémonos en el cuento del niño: sus historias de amor y de guerra son aquel límite que tal vez no vaya a cruzar, pues quizá no se interese por nada más. Su vida simbólica, quiero decir, estará enfocada en el amor y en la guerra tal y como los concibe. Su forma de actuar estará determinada por estas ideas, como hemos explicado al final del primer párrafo. La actitud lúdica está determinada por la proyección que hacemos del juego, pues las leyes del juego son irrebasables pero se sabe que este va a acabar en algún momento. De otra manera, lo que llamamos juego se percibiría como una imposición de normas, una esclavitud, dejando así de ser un juego. En cambio, la actitud ética tiene una proyección perpetua, es decir, al adoptarla no percibimos su fin, porque se fundamenta en un elemento discursivo que se muestra como eterno: en lo que es posible y deseable, en lo correcto. Los leones juegan peleando. Más tarde, dejan de jugar. En los niños, las peleas no son solo instadas por la biología, sino que se heredan de cuentos e imágenes, de vivencias de las personas mayores que les rodean. El niño no solo encuentra en esta herencia una materia con la que jugar, sino sobre todo una manera de entender el mundo y de expresarse. Cinco años después de este cuadro empieza la primera guerra mundial. En 1939 se da inicio a la segunda. En 1936 se da la guerra civil española. Es destacable porque Sorolla pinta al niño en Valencia. Pongámonos en la piel de ese niño que ahora juega a guerras y, seguramente, más tarde las vivirá. Walter Benjamin vive estas guerras. Pensamos que cuando en sus Tesis de la filosofía de la historia dice que ésta acumula ruinas sobre ruinas, está hablando como hijo de su tiempo.
En conclusión, lo que queremos decir es que el simbolismo de nuestros discursos no se muestra como ficcional aunque sea contingente, sino que es afirmado por unos valores que se adoptan irreflexivamente en etapas tempranas de la vida por la mera convivencia con ellos, por el mero contagio. Estos valores que no corrompen nuestra ingenuidad simbólica, sino que la crean, son los que nos hacen que parezca razonable la existencia de un discurso no ficcional, no lúdico. Fijémonos en que lo lúdico es cuestión de actitud. El teatro es expresivo. Es emocionante. Es cuestión de medios. Lo ético no: lo que parte de valores no busca emocionar, sino que sobrio por ello mismo. Es cuestión de fines. Partimos de unos intereses, de unos valores contextuales, de manera ingenua, acrítica. No hay otro punto de partida que el dado. Por eso el niño está siendo sincero cuando juega con el barco.
¿Seguimos en el cuadro, o nos hemos ido, como llevados por las olas mar adentro? Volvamos a la orilla: el niño narra una historia. Es su forma de jugar. Es una forma de jugar algo extraña en el reino animal: no he visto ningún gato narrar historias. El gato juega con las zarpas, con la boca. ¿Acaso el niño juega con sus manos? No lo creo. Cassirer dice que las personas somos animales simbólicos. Creo que podemos llegar a entender a que se refiere con lo que estamos viendo ahora mismo: el niño está creando una ficción. El juego se trata de eso, de crear una ficción y, sobre todo, de creerla. Aunque no va a llorar si el capitán de su barco muere. Es más probable que lloremos nosotros si muere alguien con quien empatizamos en una película, y sin embargo, por un lado, se trata de lo mismo: creernos una ficción. Como espectadores, podemos llegar hasta el punto de sufrirla como si fuera real, hasta el punto de sentirnos impotentes por no poder hacer nada para cambiar la historia, la historia que ha ocurrido y no ha ocurrido. Las ficciones tienen ese punto paradójico. No ocurren, pero hay una huella de ellas, pues son contadas. Por otra parte, resulta que los hechos no dicen demasiado por sí mismos. Pensemos en la frase: ‘murió su padre, pero era como si hubiera muerto el mío’. Lo que importa en esta frase es el contenido simbólico del hecho, el contenido narrativo, ficcional, que sirve para explicar el suceso, para entender lo que significa. ¿Qué es la muerte sin la experiencia de la muerte? Un hecho sin más importancia que la caída de una palomita al suelo. Nuestros juegos tienen que ver con nuestra existencia simbólica. Ver películas es creérselas, sentirlas como si fueran reales; jugar es no cuestionarse las reglas contingentes, hacer como si fueran irrompibles.
Sin embargo, creo distinguir dos niveles de lo simbólico que parecen estar en este cuadro. El primero es el último que he explicado, es el de tener la voluntad instintiva de creerse las ficciones. El segundo es más profundo, más peligroso. Se trata de los símbolos que no se respetan a través de una actitud de juego, sino a través de una actitud ética. Fijémonos en el cuento del niño: sus historias de amor y de guerra son aquel límite que tal vez no vaya a cruzar, pues quizá no se interese por nada más. Su vida simbólica, quiero decir, estará enfocada en el amor y en la guerra tal y como los concibe. Su forma de actuar estará determinada por estas ideas, como hemos explicado al final del primer párrafo. La actitud lúdica está determinada por la proyección que hacemos del juego, pues las leyes del juego son irrebasables pero se sabe que este va a acabar en algún momento. De otra manera, lo que llamamos juego se percibiría como una imposición de normas, una esclavitud, dejando así de ser un juego. En cambio, la actitud ética tiene una proyección perpetua, es decir, al adoptarla no percibimos su fin, porque se fundamenta en un elemento discursivo que se muestra como eterno: en lo que es posible y deseable, en lo correcto. Los leones juegan peleando. Más tarde, dejan de jugar. En los niños, las peleas no son solo instadas por la biología, sino que se heredan de cuentos e imágenes, de vivencias de las personas mayores que les rodean. El niño no solo encuentra en esta herencia una materia con la que jugar, sino sobre todo una manera de entender el mundo y de expresarse. Cinco años después de este cuadro empieza la primera guerra mundial. En 1939 se da inicio a la segunda. En 1936 se da la guerra civil española. Es destacable porque Sorolla pinta al niño en Valencia. Pongámonos en la piel de ese niño que ahora juega a guerras y, seguramente, más tarde las vivirá. Walter Benjamin vive estas guerras. Pensamos que cuando en sus Tesis de la filosofía de la historia dice que ésta acumula ruinas sobre ruinas, está hablando como hijo de su tiempo.
En conclusión, lo que queremos decir es que el simbolismo de nuestros discursos no se muestra como ficcional aunque sea contingente, sino que es afirmado por unos valores que se adoptan irreflexivamente en etapas tempranas de la vida por la mera convivencia con ellos, por el mero contagio. Estos valores que no corrompen nuestra ingenuidad simbólica, sino que la crean, son los que nos hacen que parezca razonable la existencia de un discurso no ficcional, no lúdico. Fijémonos en que lo lúdico es cuestión de actitud. El teatro es expresivo. Es emocionante. Es cuestión de medios. Lo ético no: lo que parte de valores no busca emocionar, sino que sobrio por ello mismo. Es cuestión de fines. Partimos de unos intereses, de unos valores contextuales, de manera ingenua, acrítica. No hay otro punto de partida que el dado. Por eso el niño está siendo sincero cuando juega con el barco.
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